jueves, 26 de noviembre de 2015

Melina

Melina entra al baño del boliche. Sabe cómo vomitar, pero no necesita trucos. El olor a humo y a alcohol caliente que emana el piso pegajoso le da arcadas. Se encierra en uno de los baños. Por la puerta se siguen filtrando los graves de la música electrónica que le retumban en la cabeza. Se pone en cuclillas con las rodillas separadas por el inodoro y la cola apoyada en el borde de las botas.


Le llega la segunda arcada, después siente la rigidez en lengua y el paladar, el calor ácido subiendo por la garganta con gusto a trago barato y cerveza, que al salir le oprime los ojos y le tapa los oídos. Siente el líquido grumoso fluir quemándola, escucha como entra con violencia al agua con cierto retardo, como si viniese desde otro lado.

Abre los ojos y vuelve a tragar, siente el aire viciado con sabor ácido, la parte posterior de la lengua traga en falso. La sorprende el segundo vómito, le vuelve a cerrar los ojos y los oídos y parece obligarla a concentrarse en los grumos y líquidos ácidos rozando su lengua y el sonido lejano que vuelve a golpear en el agua.


Escupe.

Toca el celular dentro de su cartera, las llaves y la billetera. Levanta el brazo hasta el botón del baño sin levantar la cabeza y aprieta. Le duele la lengua. Tiene la boca agria y calurosa, y algo sólido presiona en su garganta. Pasa la lengua por los dientes y escupe. Siente frío el labio superior y, al secarse la boca, se da cuenta de que parte del vómito también le salió por la nariz. Le cuesta ver nítido el inodoro, donde sigue flotando esa mezcla de grumos multicolor que remolinea en círculos empujada por un chorrito de agua débil y constante.
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Se pone de pie y queda apoyada contra uno de las paredes del baño. Baja y acomoda la pollera. Empuja la puerta y el envión la hace chocarse el marco. Queda así un rato, apoyada con su hombro en el marco, no le duele. Al salir por la puerta principal del baño le llega la música y una ola de calor que le hace cerrar los ojos y echar para atrás la cara. Camina arrastrando los zapatos hasta donde están sus amigas. 

Alicia la ve primero y se le acerca:
¿Estás bien, boluda?
Sí. lo voy a llamar a Juano para vernos.
Meli, boluda, no. Mirá cómo estás. Se van a pelear y vas a terminar llorando.
—Estoy bien, boluda, dejame.

Melina va hacia la salida apoyándose contra las paredes, un patovica la detiene cruzándole un brazo en su pecho.
¿Flaca, estás bien?
Melina lo manda a cagar y, pronunciando demasiado las eses y las des, dice algo como que no se haga el bueno para cogérsela porque a la entrada son unos fachos hijos de puta con todos.

Mientras se aleja la tratan de drogadicta, pero las voces se pierden junto a los beats electrónicos de la música. Melina cruza la calle y se sienta en el cordón del otro lado, a sus espaldas pasa arroyo. Está acurrucada con su celular entre las manos, en la posición en la que comen los roedores. La luz de la pantalla se refleja en sus lágrimas, se lleva el celular a la oreja. La música le perjudicó los tímpanos y grita:
Hola Juano. ¿No me venís a buscar?.
Lo primero que no escucha es “¿Quién es?”, y recién empieza a entender las palabras cuando le responde:
¿Estás en pedo? Estoy acá con los chicos. Mañana nos vemos, si estás mejor. No te pongas en boluda, beso.
Melina mira la pantalla de su celular, no hay rastros de la llamada, solo figura la hora: 4.36. Llora para afuera y la ciegan las luces de los autos que pasan. Mira fijo los faroles de los autos, se imagina siendo atropellada por cada uno. Se acuerda del auto de su papá. Vuelve a mirar el celular. Piensa en llamar a su psiquiatra, no por instinto de supervivencia sino porque todavía es una chica buena. No quiere que la internen. Su familia no quiere internarla. Los psiquiatras sí, dicen que va a empeorar dejándola libre.

Se levanta y camina a la vera del arroyo que se encuentra dos metros hundido del nivel de la calle. Escucha a los borrachos que gritan y a los sapos que croan. Se desvía hacia su casa porque todavía es una chica buena. Lleva las manos en los bolsillos de la camperita, una apretada en el celular; la otra, en un atado de cigarrillos, ambas transpiran.

Va mirando hacia abajo todo el tiempo, la sorprende el césped de la plaza. Le llega un viento fresco y llena los pulmones de aire todo lo que puede. Vuelve el sabor ácido de haber vomitado. Saca las manos de los bolsillos y abre los dedos hasta que le tira la piel mientras afloja el cuello con los ojos cerrados. Aparecen millones de luces débiles que dan vueltas en sus párpados. No tiene ganas de volver a su casa, busca un banco y se sienta. Se queda mirando un rato la luz de los faroles de la plaza, le parece demasiado amarilla, y todo parece artificial y antiguo, como si fuera una película.

Seca el sudor de la pantalla del celular contra su remera y repasa toda su lista de contactos, busca a alguien que pueda pasar a buscarla. No encuentra. Los que podrían, le costaría demasiado caro al otro día y ya se siente mejor. Guarda el celular y saca el atado de cigarrillos, mete los dedos apartando los puchos hasta sacar un porro que estaba en el fondo. Revuelve el bolsillo buscando el encendedor. No lo encuentra. Lo perdió. Revuelve la cartera y encuentra una caja con fósforos. Saca un fósforo y lo raspa 3 veces hasta que se quiebra. Lo tira lejos. Agarra otro. Cuenta con la vista, hay 4 que sirven y varios quemados. La segunda vez que lo raspa, se prende. Amaga con apagarse, pero no. Mantiene el porro en la boca y, cerrando los ojos aspira muy fuerte para asegurarse de que no se apague. El humo le quema la garganta y se mezcla con la sensación del vómito, hasta hacerla toser. Fuma, con los ojos cerrados.

¿Qué hacés acá? Dice desde atrás una voz grave impostada. Melina se da vuelta y ve al guardia de seguridad privada. Le contesta:
Nada. Ya me voy.
El guardia la agarra del brazo.
Soltame. Soy del barrio. Dejame en paz. Lloriquea, pero el guardia no dice nada ni la suelta. Melina intenta salir corriendo, y el guardia la tironea. A Melina se le aflojan las piernas, la vista se le queda en negro y el sonido dura un segundo más, luego todo desaparece.

Melina despierta en la camilla. Reconoce la lámpara amarilla del parque. Gira la cabeza. Ve al guardia hablando con su padre. Entiende que el policía dice haber llegado después de las convulsiones o que se acercó por eso, que por suerte en la agencia le enseñan primeros auxilios, pero no habla del porro. El señor Fernando Roseda le da la razón y le agradece. Le explica al guardia y a los médicos que a veces le pasa eso, que es una enfermedad hereditaria, que es por parte de su madre. Melina no escucha cuál es el chiste, pero todos ríen. Siente las arcadas.

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